-es el cumplimiento exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente pretenda evadirse con ensueños quiméricos.
-es levantarse a la hora.
-no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te resulta más difícil o costosa.
-está en saber compaginar tus obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que logres encontrar al tiempo que cada cosa necesita.
-cuando te sujetas amorosamente a tu plan de oración, a pesar de que estés rendido, desganado o frío.
-es tratar siempre con la máxima caridad a los otros, empezando por los tuyos.
-es atender con la mayor delicadeza a los que sufren, a los enfermos, a los que padecen.
-es contestar con paciencia a los cargantes e inoportunos.
-es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando las circunstancias -los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo- así lo requieran.
-en soportar con buen humor las mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.
El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y permitimos que sea El quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!"
(San Josemaría, Amigos de Dios n. 138)
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